Mortadelo y Filemón
ganan la consternación
de un mundo que desvanece
mientras se desaparece…
hoy, héroes y villanos
dejan de ser cotidianos
pasan a ser veteranos
de una historia irrepetible,
de los eternos cercanos.
La década de los 80’s en el siglo pasado fue un tiempo difícil, dada la gran cantidad de factores adversos que complicaron su ser y proceder.
Por un lado, se vivieron las reminiscencias de la Gran Inflación (1965-1982) que sacudieron la economía global. Como país, perdimos el boleto a las grandes ligas (que entonces sí aceptaron Japón y Alemania) al ponerle el freno a la economía desde 1970 hasta 1982, durante la Docena Trágica. Localmente (en Monterrey), se vivió una inmigración exagerada durante la década de los 70’s, gracias al arribo de gente que llegó para sumarse al rampante crecimiento económico que inició un siglo antes, lo cual rebasó el equipamiento urbano, con temas como desabasto de agua (hasta la fecha), vivienda, salud y educación.
Con esto como contexto, así como el grave daño hecho a la educación por Luis Echeverría (desde cual, hemos cavado aún más profundo), el escenario para el país, así como en la ciudad de Monterrey, era un reto muy duro de vencer.
Ante este marco, un equipo profesional de futbol soccer, Rayados del Monterrey, tuvo a bien experimentar con nuevos talentos: locales y “baratos” entre los jugadores llaneros de la ciudad.
Por la época, el Río Santa Catarina (que es en realidad un ancho y profundo drenaje pluvial natural que atraviesa la ciudad de poniente a oriente) se había convertido un espacio deportivo de varios kilómetros de largo que albergaba decenas de campos deportivos; principalmente, a un deporte novel en la ciudad: el futbol (a pesar de que el club de Rayados ya tenía tiempo de existir, la afición a este espectáculo no rebasaba los 10 años).
Los Rayados quisieron probar suerte con una persona reclutada, Francisco Javier “el abuelo” Cruz, quien incluso llegó a ser seleccionado nacional, siendo todo un éxito su incorporación al equipo; por lo que optó por ampliar su abanico de contrataciones por esta vía.
De este modo, un grupo de muchachos llaneros se incorporaron al Club; algunos de ellos, destacaron lo suficiente como para que Pancho “el potrillo” Avilán los fomentara, lograra el primer campeonato del Club en 1986 y se le promoviera para dirigir la selección nacional Sub-20 (jóvenes menores de 20 años), a donde llevó algunos de ellos, logrando su pase al mundial a disputarse en Arabia Saudita en 1989.
La mayoría de ellos eran hijos de inmigrantes, recién llegados a la ciudad una generación anterior, con una educación y calidad de vida muy precaria. En general, venían de un grupo conflictivo llamado Tierra y Libertad, quienes vandalizaron la ciudad en los 70’s (hasta que Alfonso Martínez Domínguez, entonces gobernador, les puso un alto). Para los 90’s, crearon una asociación política llamada Partido del Trabajo, con presencia nacional y dirigida por estos porros hasta la fecha.
Los jóvenes ni siquiera tenían acta de nacimiento, por lo que el equipo de futbol inició su trámite para que contarán con pasaporte y visa. Entre otros, a Gerardo “el Shaggy” Jiménez y José “el chorro” de la Fuente.
Ya sea por inocencia, por prepotencia o por ignorancia, de lo que sí pecaron fue de imprudencia, ya que se les ocurrió fanfarronear aseverando que el acta de nacimiento era “nueva”, obtenida ex profeso poder ir al Mundial. Información que llegó a medios de comunicación amarillistas como Ovaciones o La Jornada, quienes inmediatamente señalaron la potencial irregularidad del asunto en abril de 1988, mientras se desarrollaba la eliminatoria. De hecho, al investigarse a fondo el asunto, se descubrió que dos jugadores sí resultaron ser cachirules: el tapatío José Luis Mata y el tampiqueño Aurelio “el coreano” Rivera, quienes eran claramente mayores (4 y 7 años, respectivamente).
Ante lo mediático del asunto, la Federación Mexicana de Futbol recibió sanciones como expulsiones definitivas de directivos y vetos a participar en el Mundial Juvenil en tránsito y el siguiente Mundial de este deporte a jugarse en Italia el año de 1990.
La falta de educación y la ilegalidad (por no tener miedo a las consecuencias) conllevaron a perder la oportunidad de participar en una gesta mundial; pero, el principal daño fue ganar una merecida mala reputación como país en el concierto de las naciones.
Ya pasado el mediodía de mi vida, hay travesuras y aventuras que el pudor y la amnesia me impiden relatar. Sin embargo, hay una que regresa a mi memoria en los muy lejanos años de secundaria.
Por aquellos tiempos añejos, Steve Jobs iniciaba con sus pininos creativos y el ábaco, que me abrió las puertas a mi inventiva hacía pocos años antes, al haber determinado cómo resolver raíces cuadradas en él, se estaba convirtiendo en historia… de hecho, hoy ya forma parte de la prehistoria todo eso.
En esa lejana distancia, mis amigos y yo nos queríamos comer el mundo a bocanadas, tratando de probarnos a nosotros mismos con estúpidas osadías. A semejanza de San Agustín, el relato no pretende presumir, sino antes viene describir cómo el insatisfactor de aceptación puede llegar a ser letalmente mortífero.
A una cuadra de mi añorada escuela, corren las vías del ferrocarril sobre una avenida (entonces carretera) que siempre hemos llamado Fleteros, por implícitas razones y nunca se le ha llamado así oficialmente. Durante la mañana, se escucha en repetidas ocasiones el invitante silbido de la locomotora; para algunos es causa de precaución, pero para nosotros, era motivo de exaltación.
Las clases transcurrían de 8 a 14 horas y justo 15 minutos después de la salida, el tren rumbo a México pasaba puntual a la cita con nuestro destino. Mis amigos y yo habíamos creado una tradición absurda de abordar sus vagones en movimiento y con una mano asirnos fijamente, mientras que la otra sostenía el novedoso portafolio que había sustituído a las tradicionales mochilas de piel que utilizábamos durante la primaria.
Una vez arriba del convoy, avanzábamos 4 cuadras hasta donde se encontraba una fábrica de calderas y nace una Calzada que nos llevaría a nuestras casas a través de su arboleda y una vez cruzado el Río Santa Catarina. En dicho punto, descendíamos del tren y finalmente nos distribuíamos por dicho andador.
Cada día que pasaba, hacíamos gala de nuestro arte al subir y bajar del tren en movimiento, siendo la envidia de propios y extraños; tanto fue nuestro tambor y fulgor que no faltó el “nuevo” que se quiso unir a la pandilla.
Mi hoy viejo y grato amigo nos quiso acompañar en nuestra peregrina excursión diaria al salir de la secundaria. Obviamente, no le dimos ningún entrenamiento ni capacitación, tampoco hojas de instrucción o ayudas visuales que le facilitarán el acceso, permanencia y descenso sin riesgo, antes bien, hacíamos gala de nuestra habilidad innata para ponernos en riesgo y salir avantes.
Llegamos al punto en cuestión, abordamos sin ningún percance que mencionar, así como avanzamos las rigurosas cuatro cuadras sin el menor contratiempo… el problema fue al saltar fuera del tren.
Como es un elemento en movimiento, la inercia que llevamos tiende a disminuir hasta desaparecer al momento que nos separamos del vehículo transportador; pero, su eliminación no es instantánea, por lo que se debe saltar hacia adelante para bajar corriendo y reducir paulatinamente la velocidad original. Llegamos a hacer gala de nuestra pericia hasta corriendo de reversa entre el piso de cascajo que acompaña a los durmientes de la vía.
Nuestro pobre e infortunado amigo, nuevo en la aventura, simplemente dio un paso al frente.
Como era de esperarse, el inocente disminuyó la inercia rodando agresivamente contra el cascajo, lastimando su integridad, su ropa y su ahora inservible maletín, por lo que sus libros, libretas y demás utensilios escolares quedaron esparcidos por todo el lugar.
Todos corrimos hacia él, pero no con la intención de atenderlo o auxiliarle por su accidente, sino para reírnos burlona y jocosamente de su infortunio.
Finalmente, todos cruzamos la entonces carretera (actual avenida) y recorrimos la usual Calzada que nos llevaría a nuestras casas.
Cuando nuestro enojado amigo llegó a su casa, su madre lo vio todo rasguñado, más en el amor propio que en su exterior (y eso que era bastante); inmediatamente, le demandó una explicación, narrando a lujo de detalle todo lo ocurrido y echándonos de cabeza a toda la pandilla.
Como era de esperarse, al día siguiente fuimos requeridos por el Director, así como nuestros padres, quienes estaban más furiosos que asustados por lo ocurrido. Estábamos esperando la orden de expulsión que, afortunadamente, no llegó.
Posteriormente, el Director convocó a toda la escuela (secundaria y preparatoria) para hacer público el suceso y amenazando a todo aquel osado aventurero que intentase nuevamente subir al tren, quien sería expulsado ipso facto.
Ante la comunidad, éramos unos héroes; ante nuestros padres, unos demonios bien llamados güercos (por el origen griego de la palabra) y ante los profesores, unos irresponsables que merecíamos un castigo más severo que el simple impacto en la calificación.
Ese día transcurrió y terminó con la séptima hora de clase, puntual a las 2:00 pm. Igualmente puntual, el tren se apareció a los 15 minutos y nosotros con él… pero, en las vías estaba uno de los hermanos maristas como guardián del orden, previniendo nuestra inmediata y bien merecida expulsión.
El firme maestro permaneció puntual a la cita todos los días hasta el fin del ciclo escolar; lo cual pudimos constatar, ya que no sólo ese día lo volveríamos a intentar.
El cambio de milenio se perfilaba el 01ENE00, siendo realmente un día como cualquier otro…
Bueno, no tanto, a pesar de haber metido algunos goles interesantes en años anteriores (almacén de hielo como acumulador térmico para refrigeración, la caracterización fractal en materiales policristalinos a nivel nano o el efecto fotoacústico para la caracterización térmica), dicho diciembre no fue suficiente mi esfuerzo como para exponer en algún congreso internacional, la manipulación de la solidificación direccionada mediante ultrasonido estaba aún algo verde, por lo que me quedé guardado en casita, en lugar de andar de saltimbanqui, como en otros años.
La gente, siempre en otro canal, tampoco estaba tranquila y navegaba entre mitos de lo más absurdamente simpáticos, por no llamarles de otra manera.
Refugiado en mí mismo, corrí hacia mi pasión: la música. Ese día se estrenó la obra de Fantasía 2000 y, obviamente, estuve presente en el estreno ocurrido mi pueblo.
A diferencia de la eficaz comunicación actual, en aquellos años no sabía con certeza lo que deparaba un estreno de este tipo, aunque la expectativa era muy alta, después de 60 años de esperar una segunda entrega, desde 1940.
Como las mejores cosas de la vida se comparten, invité a mi entonces novia a disfrutar de la esperada maravilla y, como era de esperarse, aceptó.
El estreno ocurrió dicho día y en una sala con el sistema IMAX, en el hoy extinto Planetario Alfa. Siendo que este museo de ciencia era un apoyo académico a la comunidad por parte de la industria local, existían unos camiones que transportaban gratuitamente a la gente desde la Alameda, para regresarlos posteriormente a este mismo lugar; lo cual, me pareció una idea muy divertida, en lugar de llegar en carro al museo-observatorio, como típicamente hacíamos.
Por lo tanto, nos embarcamos en dicha aventura; tomamos el camioncito en la Alameda y nos dirigimos al Planetario, llegando después de una hora de trayecto (en carro, hubiese sido menos de 10 minutos).
Llegamos al Planetario y nos dispusimos a ingresar a la sala tipo IMAX. Como era de esperarse, la obra fue espectacular: el eterno director del MET, James Levine, fue el artista que condujo a la Chicago Symphony Orchestra (CSO), con un repertorio de lujo: repitiendo a Beethoven y a Stravinsky, con una serie de anfitriones y solistas de primer nivel, con una animación impresionante y momentos chuscos que sólo Disney y el sistema IMAX pueden recrear, como Donald tomando un baño antes de salir a escena, atrás de las butacas de los espectadores.
Todo estaría súper, si no fuese por el pequeño detalle que es un recital sinfónico con animación, no una película de “caricaturas” para niños, por lo que la sala estaba equivocadamente repleta de menores, quienes después de 5 minutos, comenzaron a revolotear por todo el auditorio.
El bullicio, el ruido y el desorden no son un problema para mi concentración, que rayó fácilmente en el éxtasis… pero, mi media naranja tuvo otra experiencia completamente distinta, llegando a recibir incluso golpes por parte de los inquietos niños: su butaca y su propia integridad fueron acreedores de la agresión, ante mi párvula ignorancia.
Salí levitando del auditorio y mi novia, bufando en cólera. A partir de ahí, todo se vino abajo.
Me reclamó mi falta de atención e indefensión hacia su persona. Mi inmenso momento de dicha rápidamente mutó en un póstumo recuerdo causi-instantáneo.
Con justa razón, me reclamó hasta el cansancio (y hasta la fecha) el haberle hecho perder el tiempo en una inútil aventura romántica en camioncito y un fatuo paseo por la Alameda (nada grato entonces, nada grato hoy).
Tal vez, si ese año me hubiese aplicado un poco más en mis investigaciones, hasta hubiera conocido a Tony Stark en Bern y no recordaría el bochorno de haber iniciado el milenio entre eternos y recurrentes reclamos.